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.“Conduje bajo las grises nubes sobre la gris serpenteante cinta descendiendo entre las rocosas colinas hacia la playa. En el trayecto, la mente se iba desnudando de sí misma, dejando tras de sí el sedimento de una línea discontinua, intermitente, una sucesión de fotogramas de una cáscara opaca que se iba abandonando atrás, una y otra vez, en una altísima frecuencia, aproximándose a la desnudez, a la transparencia. El mar turbio nos saludaba con su rumor opaco.
Abandonamos el coche y caminamos sobre los barros que modeló la lluvia durante la noche. Altas nubes grises suspendidas en el cielo, pinturas en la inmensa bóveda de una catedral, grandes como carpas de circo, pequeñas como champiñones aislados. Continué el tránsito por la orilla, hundiendo el ritmo de mis huellas sobre la arena en una mecanografía del sonambulismo. Bien pronto empecé a encontrarme con ellos.
El temporal nocturno había sido intenso, su inmisericordia los habría azotado en la tormenta hasta encallarlos en la costa; y allí estaban. Se diría que aguardaban, oferentes en el umbral salino, como cuerpos naufragados, arrastrados por las aguas torrenciales, ennegrecidos por el rayo y las injurias del viaje.
Buscaba encontrarlos sin buscarlos, penetrando y siendo penetrado por los ritmos de las mareas y el viento, desde mis propios ritmos internos: mis latidos, mis pensamientos, los flujos mentales de la memoria, conectando a través de mi respiración con la música callada de los signos, aguzando el oído del silencio.
Reclinado junto a ellos escuchaba su historia, no una historia de palabras con un principio y un final, sino una fábula de formas, una esperanza de redención susurrada levemente como el latido del ave sobre la piedra mojada. Así resucitaba la forma recreada, con la más simple acción desde la horizontalidad hasta una verticalidad perdida, una dignidad olvidada. (La resurrección de los muertos, la foto, la vida eterna, amén).
El carrete fotográfico se agotó inesperadamente renunciando a testimoniar la totalidad de nuestras visiones. A lo largo de la orilla el ojo ajeno podría contemplar la hilera de oscuros seres erguidos en los umbrales del continente. Pero no había nadie, salvo las gaviotas y el viento, las nubes tormentosas y el exangüe sol.

De repente en el cielo, se abrió una grieta de claridad y contemplamos…una luz verdeazulada, limpia, como una pupila de agua. Miramos en silencio aquel signo de la lejanía, lo inalcanzable, y supe de la impermanencia, la innecesidad y la inminencia. Nada más había que añadir salvo el regreso.

Volvíamos. Entonces, bajé mis ojos al suelo y allí sobre la tierra misma reencontré aquel resplandor, sobre las aguas quietas, sosegadas, un charco de cielo, un espejo de inmanencia fue nuestro testigo.”


San Roque. Diciembre de 1999.